Margarita Cordero, Premio Nacional de Periodismo
Opinionsur.net,Discurso de Margarita Cordero, Premio Nacional de Periodismo
- Por: OPINIONSURSUR -
Artículo: Margarita Cordero, Premio Nacional de Periodismo
A continuación el discurso de Margarita Cordero al recibir el Premio
Nacional de Periodismo:
Excelentísimo presidente Danilo Medina
Excelentisíma vicepresidenta Margarita Cedeño de Fernández
Señor ministro de Educación Carlos Amarante Baret
Presidente del Colegio Dominicano de Periodistas, Olivo de León
Apreciados amigos
Apreciadas amigas
Cuando has dedicado toda tu vida adulta al periodismo y anidado en todas
sus vertientes, desde la radiofónica en tus inicios a la digital en tus
postrimerías, recibir el Premio Nacional de Periodismo produce un sentimiento
que mezcla satisfacción y extrañeza. Es lo que me sucedió el pasado 4 de abril
cuando recibí la llamada que me anunció el premio. Es lo que me sucede ahora,
cuando el premio se oficializa.
Satisfacción, digámoslo sin falsas modestias, porque el empeño que ha
consumido una parte importante de mi energía vital e intelectual es merecedor
de reconocimiento público. Extrañeza, porque he creído siempre en que, como
dijera un autor español leído hace ya muchos años, nadie merece nada por
cumplir con el destino elegido por propia voluntad y a propio riesgo. Yo elegí
ser periodista, con todas sus implicaciones para mi vida, en esos tiempos ya
lejanos en que este país irredento se asomaba por primera vez en más tres
décadas a la posibilidad de la palabra dicha sin miedo. A la palabra que
florecía las calles.
Aquellos tiempos no son el paraíso perdido, pero son mi marca de identidad
personal y profesional. He dicho en otras ocasiones, y lo repito cada vez con
mayor convencimiento, que los hombres y mujeres que poblamos las redacciones de
periódicos y radioemisoras en esos años turbulentos estábamos imbuidos de una
vocación misional que hizo posible un periodismo comprometido con la
democracia. Sus deslices, que siempre los ha habido, eran pequeñas manchas en
el Sol.
Así que yo hoy, frente a ustedes y con todos mis recuerdos y experiencias a
cuestas, me encuentro en la paradójica situación de estar contenta, muy
contenta y satisfecha, pero también, y al mismo tiempo, de sentirme como pez
fuera del agua.
Pero hablemos de periodismo. No teman que me aferre a la nostalgia para
hacer comparaciones, siempre odiosas y con altísima frecuencia, inválidas. Me
sitúo voluntariamente en el hoy y el ahora de la profesión, a la que miro con
ojos inquietos y por momentos apesadumbrados.
En un libro que todavía me escuece, el sociólogo español Félix Ortega
radiografía el periodismo que se ha impuesto en Occidente: aquel que tiene lo
efímero como norma. Un periodismo atenido a “la dramaturgia de las
declaraciones (frente a las explicaciones), la primacía del acontecimiento
(frente a la perspectiva de largo plazo) y como corolario el olvido frente a la
memoria histórica”.
El periodismo dominicano está incluso en ese descarnado resumen de déficits
profesionales y éticos. Nos hemos acostumbrado, con mareante rapidez, al
periodismo sin información, a la banalización de la realidad, a confundir
nuestro ejercicio con la vocería de las autoridades asumida, sino por vínculos
no santos, por una holgazanería profesional que nos asegura una cotidianidad
descomplicada. Nos convertimos en publicistas de quienes mueven los hilos del
poder cuando, con la grabadora sustituyendo el cerebro, damos categoría de
explicación a las declaraciones interesadas de funcionarios, políticos,
empresarios y dirigentes sociales; cuando nos conformamos con el hecho en sí
mismo, sin intentar establecer antecedentes y consecuentes; cuando preferimos
olvidar para no molestar.
En esta poética Arcadia en que el periodismo dominicano, con algunas
excepciones, ha convertido al país, la pregunta inquisitiva pierde valor, el
deseo de saber se convierte en necedad, y quienes preguntan y hurgan, además de
escasos, son diagnosticados de frustrados por una miríada de censuradores. La
disidencia está proscrita. En la complicidad unánime que se pretende, por
comisión u omisión, resuena la frase de Jean Baptiste Clamence, el camusiano
juez penitente de La caída, para quien “cuando seamos todos culpables tendremos
la democracia (…) Los otros también tienen sus cuentas y al mismo tiempo que
nosotros; eso es lo importante. Todos reunidos, por fin, pero de rodillas y con
la cabeza gacha”.
No pretendo echar agua al vino de unas críticas de las que no me excluyo,
pero debo decir que en esta búsqueda de la igualación en la culpabilidad
colectiva, los periodistas no somos los únicos actores. Por encima de nosotros,
induciéndonos a la grisura y al cenagal, están los propios empresarios de la
comunicación, el Estado, la empresa privada y los políticos.
En esta poética Arcadia en que el periodismo dominicano, con algunas
excepciones, ha convertido al país, la pregunta inquisitiva pierde valor, el
deseo de saber se convierte en necedad, y quienes preguntan y hurgan, además de
escasos, son diagnosticados de frustrados por una miríada de censuradores. La
disidencia está proscrita
En abril de 2014, durante un panel en el que me complació participar, el
colega Adalberto Grullón presentó los resultados de un estudio sobre el régimen
salarial en televisoras y periódicos impresos. Los datos exponen con crudeza la
inducción empresarial, sospecho que calculada, al pluriempleo, y en ocasiones
la corrupción, de los y las periodistas. “Hay un canal que paga a los
periodistas treinta y cinco mil pesos al mes, pero hay otros que pagan diez mil
y les dan a los periodistas permiso para que puedan buscársela”, dijo Adalberto
en la ocasión.
En la mayoría de los medios escritos, los salarios son igualmente
deprimidos. Los hay que todavía pagan a los periodistas la mísera suma de doce
mil pesos. Es decir, poco menos del cincuenta por ciento del costo de la
canasta básica establecido por el Banco Central. También en los periódicos las
normas son laxas y los periodistas tienen vía libre para complementar sus
salarios. Si esta complementariedad compromete la línea informativa o editorial
del medio, no es cosa que parezca preocupar a nadie. En definitiva, los medios
no son vistos por la generalidad de sus propietarios como empresas de servicio
público, sino como instrumentos de utilidad estratégica variada en su propio
beneficio.
De ahí que esa licencia que se concede a los periodistas no tenga a estos
como únicos beneficiarios. A quienes hacen uso de ella les tocan las
humillantes migajas de un pastel que se reparte en otras mesas. El gran
favorecido del periodismo anodino, acrítico y que “se la busca”, es el
empresario que, en este inédito escenario de concentración de medios en manos
de reducidos capitales, salvaguarda sus intereses y los de sus socios en la
navegación hacia el seguro puerto de la rentabilidad de sus negocios y de la
influencia elegantemente coactiva. Ellos, y no otros, han convertido la
información en mercancía.
Y está el Estado, y más concretamente el Gobierno, como empleador de
periodistas por debajo de la cuerda. Periodistas que sin abandonar sus puestos
de trabajo en las empresas, son empleados por las instituciones públicas para
servir de cajas de resonancia, como relacionistas públicos, de sus políticas e
intereses coyunturales. O para que guarden oportuno silencio.
Y está la empresa privada, que salta, desnuda o camuflada, según la
circunstancias, al ruedo de la compra de opiniones. Que emplea todas las artes
de la seducción para lograr sus objetivos. O que cede gustosa al chantaje sin
que una sola fibra de su entrecomillada ética se estremezca cuando la apuesta
es salvaguardar sus negocios o la imagen personal. ¿Cuántos empresarios han
enfrentado el chantaje? ¿Cuántos han actuado contra los chantajistas? Sobran
los dedos de la mano para contarlos, porque la norma es hacer el juego a esta
perversión del oficio. Y todos contentos.
Y están los políticos, tan reacios como los anteriores al cuestionamiento,
a la pregunta incómoda, al periodista, hombre o mujer, que no les sonríe. Los
que convierten la supuesta “confidencia” en vínculo cómplice. Los que ofrecen
pagos generosos por la zalamería de la nota de prensa destacada. Los que
conforman verdaderas empresas conjuntas con opinadores a su servicio.
Refiriéndose a esta relación endogámica entre políticos y opinadores,
Ignacio Ramonet les atribuye conformar “una especie de corte frívola y mundana,
donde se hacen la pelota los unos a los otros con conmovedora atención en la
esperanza de obtener a cambio algún favor”. Y que conste: los políticos que así
actúan son parte –con honrosísimas excepciones— de todo el espectro político.
El resultado más visible de esta deriva es el progresivo silencio frente a
cuestiones cardinales para la salud de la democracia. El periodismo aspiró
siempre, y el bueno sigue haciéndolo, a ser valladar de los abusos de los
poderes constituidos contra los ciudadanos. Esto ha implicado históricamente la
denuncia de la violación de los derechos humanos, la toma de posición frente a
decisiones lesivas al interés general, la acérrima defensa de las libertades y
la tolerancia, y la conversión en espacio de los sin voz.
Abandonados progresivamente estos papeles, el periodismo pierde la confianza
ciudadana.
Mas tras esta repartición de culpas, que no pretende ser salomónica, son
necesarias las precisiones. Y, para mí, la primera de todas nos remite a la
imposibilidad de avanzar en la democracia con un poder –público y privado— que
se lucra de la falta de contrapesos, como sería un periodismo independiente y
crítico que saque a la luz pública, con seriedad y sin aspavientos, el mucho
daño que hacen a la institucionalidad la falta de transparencia, las prácticas
corruptas, las opacidades. En ausencia de una opinión pública informada y
crítica, la democracia se vacía de contenido y se reduce a meros rituales y a
simple retórica.
No pocos dirán, encandilados por las redes sociales, que nuestras
esperanzas ciudadanas de recibir una información menos mediada por los
intereses corporativos y políticos, están en las vías cada vez más numerosas de
acceder y compartir información, casi en tiempo real, que ofrecen las nuevas
tecnologías. El pasivo receptor de antaño es hoy, gracias a esas tecnologías,
un creador de contenidos con los materiales de lo inmediato. La Red ha venido a
cambiar nuestros hábitos de consumo cultural, a situarnos en el epicentro de un
proceso de intercambio que no tiene límite ni fronteras. Pero del mismo modo
que el periodismo tradicional está plagado de falencias, la comunicación que se
produce a través de las redes, y gracias a los teléfonos inteligentes y toda
suerte de equipos, adolece de tamices que permitan contextualizar el hecho,
conferirle profundidad mediante el dato comprobado y, si ha lugar, analizarlo.
Faltaría a mi propio convencimiento si dijera que veo en el buen periodismo
la panacea de todos los males que asuelan a la sociedad dominicana. Nuestros
problemas estructurales, nuestras injusticias e iniquidades sociales, políticas
y económicas necesitan de algo más que una prensa crítica para ser resueltos:
necesitan de una voluntad política que aún nos falta y de una ciudadanía
empoderada propugnando una sociedad distinta. Pero creo también, y
decididamente, que una prensa capaz de hundir su escarpelo en las tumoraciones
de nuestro sistema socioeconómico y político, prestaría un servicio inestimable
a una mejor República Dominicana. Es esa prensa la que el país echa en falta.
Pese a tanta circunstancia adversa, esa prensa y ese periodismo
comprometido con la justicia y la democracia son todavía posibles. Toca a las
escuelas de Comunicación y a las organizaciones de periodistas, a cuya cabeza
está el Colegio Nacional de Periodistas, emprender el esfuerzo de reencauzar
nuestras prácticas profesionales elevando la conciencia ética del oficio y
logrando el adecentamiento de las condiciones en las que este oficio se ejerce.
No puedo concluir sin expresar mi profundo agradecimiento a quienes
promovieron que este premio me fuera concedido. Nunca me consultaron su propósito,
quizá para prevenir que los disuadiera, rosca izquierda como dicen que soy.
Agradezco de todo corazón a quienes defendieron mis méritos y a esa defensa
añadieron como argumento un principio cardinal de la democracia: el respeto a
las diferencias y a la pluralidad de las ideas. Agradezco al jurado haber
convenido en otorgármelo.
Tampoco puedo dejar de mencionar a respetados colegas por los que siento un
entrañable cariño: Aníbal de Castro, Bienvenido Álvarez Vega, Juan Bolívar
Díaz, Osvaldo Santana y Eulalio Almonte Rubiera, el recientemente fallecido
Radhamés Gómez Pepín. Todos ellos alimentaron mi crecimiento profesional, me
retaron a ser cada día mejor, a luchar a brazo partido contra mis limitaciones.
Sus críticas a mi trabajo, nunca complacientes, son la argamasa de este premio.
Y están también como artífices de la periodista que soy mis hijas Laura y
Virginia y mi hijo Nassef, a quienes robé tantas horas en edades en que
necesitaban de mi calor y mi atención. Me conforta que los daños colaterales
provocados por mi ausencia hayan sido menores: los tres –íntegros,
comprometidos con su país, solidarios y críticos– han sido siempre y lo serán
hasta mi último día mi razón fundamental de vivir.
Y está mi amado nieto Juan Martín, de quien espero que, cuando yo falte, me
recuerde siempre con amor y respeto.
Muchas gracias.
Margarita Cordero