Julián el limpiabotas
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El pueblo de mi adolescencia, San Francisco, era encantador en sus personajes, así como en las formas de asumir sus alegrías y tristezas. Hoy quiero recordar a Julián, el viejo limpiabotas, amo de Cachita, su fiel perra, que nunca viró una lata porque comía junto o en lugar del amo.
Correspondía a una especie de élite, “los del parque”, con dos más, Goyito y Pedrito.
Los tres tenían mucho arraigo y gozaban de gran aprecio. Goyito era quien lustraba mejor los zapatos en el mundo; discreto, callado, se esforzaba tanto que en el escaso tiempo libre estudió hasta llegar a la frontera insalvable del Álgebra del primer teórico de la normal. “Ahí me di cuenta que eso de estudiar no era para mí; sigo haciendo espejo para los pies”. Se refería con orgullo a su digna profesión anticipada, desde niño. Un ciudadano ejemplar, el más distinguido de los limpiabotas del parque. El otro del trío era Pedrito. Su actividad de tiempo libre era la de rezador profesional; no había mortuorio en los barrios sin su voz impresionante dirigiendo el pesar del duelo. Un día murió un distinguido tronco de familia que vivía en las inmediaciones del parque y alguien le preguntó con sorna si había ido a rezarle y dijo: “Claro que fui y le “rasguié” tres padrenuestros, nueve avemarías y un credo, que le servirán más que los que le dirán las señoronas de su liga. No se olvide que ahí somos todos iguales”, decía al terminar con una sonrisa adorable.
Volvamos a Julián, el tosco resabioso amo de Cachita, la perra que sabía a quién gruñir y a quién saludar con su rabo, según fueran o no amigos de su sabio amo.
San Francisco tuvo la esperanza de llegar a ser cuna de una posible gloria del baseball nacional, así como el otro Macorís tenía ya la primacía de su Telelo Vargas, tendríamos nosotros a nuestro Luis Henríquez, a quien llamábamos “Caco de Cobre”.
Yo lo vi muy de cerca cuando era Pitcher del Factoría Munné, equipo del cual yo era mascota; sabía de su desarrollo como atleta mientras servía de peón en ella, acarreando sacos de trescientas veinte libras del cacao de entonces. De consiguiente, creía más que nadie en aquella promesa de ídolo: Seis pies y una pulgada, ciento noventa libras de fuerza prodigiosa en sus bíceps. Al lanzar era increíble su elegancia, con un giro parecido al del colosal Ventura Escalante, y a veces levantaba la pierna a lo Juan Marichal. Desde luego, la bola al pasar por el home sólo se oía, pues parecía no verse.
El hecho es que nuestro idolatrado as, Luis “Caco de Cobre” llegó a ser seleccionado para ser miembro del equipo dominicano que asistiría a la serie mundial amateur que se realizaría en Caracas, Venezuela.
El júbilo de mi pueblo fue fenomenal. La sirena del semanario El Universal, de don Oviedo Fontana, no se hizo esperar ante el acontecimiento. Sin embargo, días después, corrió la sigilosa noticia de que nuestro héroe había contraído varicela. Se desvanecía la esperanza del salto de Luis al estrellato internacional. Nosotros, que habíamos oído a Pepe Lucas, decirle a Héctor Marrero: “Héctor, cuiden mucho a ese muchacho, que va a ser más grande que el loro; un no hitter en la mañana y cuarto bate en la tarde. Es fenomenal.”
Sufrimos mucho con la contrariedad de saber si podría, o no, recuperarse. En la convalecencia de nuestra amada estrella íbamos en grupos a su casa de yaguas en “los rieles” a animarlo y así se planteaba el asunto, como una cuestión municipal de extrema importancia.
Desde luego, Julián, el humilde limpiabotas, pasó a ser parte de las deliberaciones. Sus opiniones eran extrañas; parecían venir del denso arcano de la superstición, no de su fé cristiana, cuando decía: “Yo opino que no debe ir. Esa varicela la envía quien lo quiere proteger; no jueguen con eso; es una señal de que no conviene el viaje; Luis va a ser muy famoso, pero eso está en manos de Dios y sólo él sabe lo que conviene.”
En fin, el pobre Julián pasó a ser un desagradable estorbo, casi un peligro público. Se dio el viaje y horas después de llegar, antes de iniciarse la Serie, los muchachos del equipo se enredaron a puñetazos con un grupo de provocadores y Luis, la esperanza del pueblo, fue golpeado brutalmente por la policía que acudiera a sofocar la riña. Todos los golpes fueron en su brazo derecho y jamás volvió a ser el mismo.
Se hundió la alegría nuestra hasta el llanto. Yo nunca olvidaré a Julián, quien fuera tan noble cuando, lejos de recordarnos sus advertencias, dijo: “Yo lo he llorado más que ustedes. Tenía el presentimiento.”
A Luis, la última vez que le vi cuidando la yerba del antiguo play, cuando le abracé le oí decir: “Estoy bien, muy agradecido de mis amigos, pero pude ir muy lejos y no fui.”
Julián el limpiabotas tenía razón. La varicela no pudo impedir la odiosa paliza que privó a mi Macorís de esa gloria. Tuvo que aguardar el pueblo muchos años su llegada, llevando a la fama a su Julián Javier. Por fortuna, así ha sido consagrado en el moderno estadio que lleva su nombre. No deja de entristecer que pudo ser antes el de Luis Henríquez, nuestro sueño roto.